La
presencia del escritor uruguayo Eduardo Galeano en la Mayor de las Antillas, desde
el 12 de enero del presente calendario, me recuerda su estancia en Maisí, a
mediados del año 1970… Diría que vino por casualidad y alentado por el amigo SergioChaple… Para entonces, yo, era solo el producto de
la planificación familiar… Por suerte, vine al mundo, unos meses después…
La memoria de lo acontecido
durante esos días, se registra en una de sus prosas: «Crónica de Gran Tierra»,
del volumen «Días y noches de amor y de guerra (1978)».
«Días y noches de amor y de guerra», compila
prosas que al decir del autor, «…no son dispersas. Pese a que no las une
ninguna trama, las une y anima un solo motivo: la necesidad de recordar los
días y noches —en Guatemala, en Uruguay, en Argentina; también en Cuba, en
Brasil y en todas partes adonde los exiliados fueron a dar— en que el amor y la
guerra lo significaban todo».
Gran
Tierra es el bautizo dado por los pobladores de Maisí a una porción de suelo, de
enormes potencialidades para el fomento del café y variedades de viandas y
hortalizas. El microclima es reconocido, también, por la exhuberante
vegetación y comprende las localidades de Cantillo, Los Llanos, La Asunción, incluida La Máquina, cabecera
municipal, y barrios aledaños a dichos asentamientos poblacionales.
«Crónica de Grantierra» llega a usted, amigo lector, ensalsada con el virtusismo del intelectual Eduardo Galeano, una propuesta a prueba de buen humor, sabor criollo y el carisma de personajes como: Magüito, Cecilio, Ormidia, Iraida, Urbino...
(...)CRÓNICA DE GRAN TIERRA
4.
Cuando terminaron los trabajos de Casa de las Américas, Sergio Chaple me propuso que viajáramos a Gran Tierra. Volamos en una cáscara de nuez sobre la selva. Aterrizamos al final del país. Las montañas de Haití brillaban, azules, en el horizonte.
-No, no -dijo Magüito-. Aquí no termina Cuba. Aquí empieza.
Son secas las tierras de la punta de Maisí, aunque están al borde del mar. Las sequías arrasan los cultivos de verduras y frijoles. En Maisí se cruzan los cuatro vientos, que se llevan las nubes y alejan la lluvia.
Magüito ríos llevó a su casa a tomar un café.
Al entrar, despertamos a una chancha que dormía en el portal. Se puso furiosa. Bebimos el café rodeados de niños, chanchos, chivos y gallinas. En las paredes, Santa Bárbara se alzaba flanqueada por dos Budas y un Corazón de Cristo. Había muchas velas encendidas. La semana anterior, Magüito había perdido una nieta.
-El tiempo llegado. Se quedó sin color; estaba hecha una flor de algodón. Nada vale de nada cuando el tiempo es llegado. Todos venimos por un tiempo. Y a veces antes de ese tiempo le ponen a uno las velas, como hicieron conmigo hace treinta y siete años, y no aguanta a mañana, dicen, y en eso se endereza uno.
Por la puerta, abierta de par en par, vimos pasar a los pescadores. Venían del mar, con pargos y aguajises colgados de las varas, ya limpios y salados, listos para secar. El polvo del camino levantaba nubes de niebla a sus espaldas.
Cuando apareció en estas comarcas el primer helicóptero, la gente huyó despavorida. Hasta el triunfo de la revolución, se trasladaba a pulso a los enfermos graves, en literas, a través de la selva, y se morían antes de llegar a Baracoa. Pero nadie se asustó cuando nuestro avioncito llegó al aeropuerto nuevo; y hacía tiempo que los barbudos habían construido el primer hospital en Los Llanos.
-El hombre de sangre no puede ver abuso -dijo Magüito-. Es mi defecto. Si tengo enemigos, son escondidos. Fui bailador de son y danzón, bebedor y parrandero, buen amigo. De aquí para arriba, toditos me conocen.
Y nos advirtió:
-Aquí no somos bronqueros. Nos curtimos pero no nos fajamos. Los de allá arriba, los de Gran Tierra, son más malos que el mosquito azul.
En el camino, los resplandores herían los ojos. El viento, que soplaba bajo y en remolino, cubría con máscaras de polvo rojizo a los hombres y a las cosas.
La gente del lugar odiaba a los murciélagos. Por las noches, los murciélagos salían de las cuevas y se abatían sobre el café. Mordían los granos, les arrancaban la miel. Los granos se secaban y se caían.
6.
Sobre los acantilados, dominando el mar, Patana Arriba. Al pie, frente a los arrecifes, Patana Abajo. Todo el mundo se llamaba Mosqueda.
-Entre hijos y nietos -dijo don Cecilio- estuve contando las otras noches y había una aproximación de trescientos. Ya no hay mujer en la casa. Estoy cumpliendo ochenta y siete. Yo antes hacía crianza de chivos, reses y puercos, allá abajo. Aquí parece que me vino la suerte al café. ¿Que si yo he pescado? ¿Pescado o pecado? ¿Que si todavía me acuerdo?
Nos hizo una guiñada: queda.
-Algo queda en la memoria y en el impulso. Y agregó, con una sonrisa que dejaba al aire las encías sin dientes:
-Por algo Mosqueda es el apellido más reinato, el que multiplica.
Teníamos sed. Don Cecilio Mosqueda saltó de la mecedora.
-Yo subo -dijo.
Uno de los nietos, o bisnietos, Braulio, lo agarró de un brazo y lo sentó.
Braulio trepó por el alto tronco con los pies amarrados. Se balanceó en las ramas, machete en mano. Una lluvia de cocos cayó al suelo.
A don Cecilio, el grabador le daba curiosidad. Le mostré cómo funcionaba.
-Ese aparato es verdaderamente científico -opinó-porque conserva viva la voz de los muertos.
Se rascó la barbilla. Apuntó al grabador con el dedo índice y dijo: "Quiero que meta esto allí". Y habló mientras se mecía con los ojos cerrados.
Braulio era el jefe de los carceleros del patriarca. Las brigadas de nietos y bisnietos se turnaban para dormir. Al menor descuido, don Cecilio se les escapaba a caballo y de un solo galope atravesaba la selva y llegaba a Baracoa al amanecer, para piropear a la muchacha que lo tenía loco, o se les iba caminando por las lomas hasta Montecristo, que era bien lejos, para cantar serenatas a la otra niña que le estaba quitando el sueño.
A don Cecilio la revolución no le parecía mal.
-La gente vivía muy aislada, tipo alzao -me explicó-. Ahora se intercambian las culturas.
Él había descubierto la radio. El papagayo de la casa había aprendido una canción de los Beatles y don Cecilio se había enterado de ciertas cosas que ocurrían en La Habana.
-A mí la playa no me gusta. Casimente no voy. Pero he oído que en La Habana hay una cosa que se llama biskini, que las mujeres quedan con todo el flequerío al aire. Y pasa una cosa ahí. Que lo de su mujer ha de verlo usté nomás. ¿Usté no es quien la asiste? Yo soy hombre de mucho orden y por la playa y los bailitos es que entra el relajo. ¿Que cómo se vestía mi mujer? Por la cabeza, chico, y se desnudaba por los pies.
También le preocupaba el divorcio. Había sabido que hay mucho divorcio y eso no es serio.
-Pero don Cecilio -interrumpió Sergio-. ¿Es o no es verdad que usted tuvo cuarenta y tantas mujeres?
-Cuarenta y nueve -reconoció don Cecilio-. Pero no me casé nunca. El que se casa, se jode.
Después quisimos tirarle de la lengua, pero don Cecilio no largó prenda sobre el tesoro. En la región todos sabían que él tenía un tesoro enterrado en una cueva.
7.
Íbamos rumbo a un pueblito que se llamaba La Máquina. El camión recogía a la gente. Todo el mundo a la asamblea.
-¡Plácido, ven, vamos! ¡No te escapes, Plácido!
-¡A mí no me avisaron!
Esperaban al camión recién bañados y planchados, las viejas con sombrillas de colores, las muchachas vestidas como de fiesta, los hombres chuecos por culpa de los zapatos nuevos. En el camión el polvo cubría en un santiamén las pieles y las ropas y había que cerrar los ojos: ellos se reconocían por las voces.
-¿Don Cecilio? Ése es un viejo de los antiguos de antes. Tiene más de cien años.
-Se va a morir sin decir dónde tiene el tesoro. Nadie va a rezarle la tremisa.
-¿Qué tú dices, Ormidia?
-Que no le va a descansar el alma, Iraida.
-Y qué va a descansar. Con tanto pecado y la tremenda carga de tierra que va a tener encima.
-¿Tengo mucha tierra, yo?
-No te veo, Urbino.
-¡Qué va! La que se necesita y nada más.
-A ti nadie te ha preguntado, Arcónida.
El camión saltaba de pozo en pozo. El ramaje nos azotaba las caras y de los árboles se desprendían caracoles de colores. A los manotazos, entre tumbo y tumbo, yo me los metía en los bolsillos.
-¡No te asustes, que el mundo no se termina!
-¡El mundo recién está empezando, Urbino!
También viajaban varios niños, dos perros y un papagayo. Cada cual se colgaba como podía. Yo iba abrazado a una pipa de agua.
Dos por tres se apagaba el motor y había que bajarse a empujar.
-Yo soy elegido -decía Urbino-. Bueno para todo menos para irme.
Faltaba mucho para llegar cuando pinchó una goma.
-No tiene arreglo. Se murió.
Y se lanzó la procesión por el camino.
Todo lo que faltaba era cuesta arriba.
Hombres y mujeres, niños y bichos subían la montaña cantando.
-Aplumé la voz, ¿han visto? ¡Qué pecho tengo!
Iban pegajosos de transpiración y polvo y embestían felices, contra el sol del verano, sol de las tres de la tarde, que castigaba sin piedad.
El día que yo me muera
¿quién se acordará de mí?
Solamente la tinaja
por el agua que bebí.
Urbino, que era rengo, marchaba prendido de mi camisa.
-Yo canto lo que sé y al mundo no le debo ni le temo -dijo-. Ese ritmo, ¿lo conoces? Es nuestro. Se llama nengón. Es un ritmo de Patana, pero de Patana Abajo. Se toca con maracas. Y con guitarra, de cuatro cuerdas de alambre, que también es invento nuestro. En el país de Patana, en aquel monte desierto, tenemos que inventar. Las crestas de las palmas ardían contra un fulgor blanco: si alzaba la mirada, me mareaba. Yo pensé: una cerveza helada sería como una transfusión de sangre.
-Diez mil cosas están pasando aquí que Fidel ni sabe -decía Urbino-. Tú diles en La Habana que me manden los habelos que me tienen prometidos. No lo olvides, ¿eh?
Él había comprado un motor eléctrico para su taller de carpintero. Había consultado antes y le habían dicho que sí, que lo comprara, así podía dar luz a los pataneros además de hacer muebles para todos. Pero el motor no había funcionado nunca y los pataneros se burlaban: esos hierros vacíos, le decían, ese motor es tremendo paquete, Urbino, te embarcaron.
-Sin el motor, seguimos a oscuras. ¿Me entiendes? Tú diles que me los manden. Los habelitos, para habelitar el motor, que viene a ser todo eso que va adentro.
La cuesta quedó atrás y vimos las primeras casitas de madera. Unos toros cimarrones atravesaron el camino y huyeron al galope. De los platanales colgaban los capullos violetas, hinchados, a punto de reventar. Me paré a esperar a una vieja que venía arrastrando su largo vestido verde.
-Yo, de joven, volaba -me dijo-. Ahora no.
Toda Gran Tierra estaba en la asamblea. Nadie se quejaba y las bromas y las canciones continuaron hasta que tomó la palabra un campesino rubio, de altos pómulos y rasgos duros, que habló de la organización y las tareas. Era el técnico en mecanización agrícola más importante de la región.
Después él nos invitó, a Sergio y a mí, a comer plátano frito.
Había aprendido a leer y a escribir a los veinticinco años.
8.
Juntamos una buena cantidad de caracoles de colores. Los vaciamos con una aguja, uno por uno, y los dejamos secar al sol. Yo estaba deslumbrado por esas minúsculas maravillas, las polimitas, de colores y diseños siempre diversos. Vivían en los troncos de los árboles y bajo las hojas anchas de los plátanos. Cada babosa pintaba su casa mejor que Picasso o Miró.
En las Patanas me habían regalado un caracol difícil de encontrar. Se llamaba Ermitaño. Vaciarlo me costó bastante trabajo. La babosa estaba muy escondida al fondo del largo tirabuzón de nácar; muerta y todo se negaba a salir. El Ermitaño largaba un olor asqueroso, pero era de rara belleza. Su caparazón, con estrías de color cobre y forma de puñal malayo, no parecía creado para girar gordamente como un trompo, sino para desplegarse y volar.
9.
Aurelio nos contó que le habían advertido: "No vayas a Patana, que allí queman a la gente y la entierran escondida. Además, caminan aprisa como el canijo, los pataneros".
Estábamos en La Asunción. Durante el día, Aurelio nos acompañaba a todas partes. Por las noches, no dormía. Se quedaba con nosotros hasta que alguien, allá abajo, silbaba tres veces. Aurelio saltaba por la ventana y se perdía en el follaje. Al rato regresaba. Se quedaba en su cama, fumando, hasta el amanecer.
-Tú estás salado, Aurelio -le decía Sergio.
Nos golpeaba la puerta a cualquier hora de la noche.
Tenía miedo a las pesadillas. Se concentraba pensando en un punto dentro del círculo y cuando conseguía dormir llegaba un clavo gigante que se le hundía en el pecho, o un enorme imán del que no podía desprenderse, o un pistón de hierro que lo apretaba contra la pared y le rompía una vértebra. Aurelio era del ejército, séptimo curso del arma de artillería.
-Me quieren dar la baja. Yo les pedí que esperen. Estoy allí a cojones, porque me gusta.
Había intentado irse a pelear a Venezuela. Ya estaban saliendo, él y otros becarios, cuando los pescaron. Les habló Fidel. Les dijo que eran muy jóvenes, que mejor estudiaban.
-Cuando venía para Gran Tierra, en la avioneta, pensaba que tenía una misión. Yo era correo y estaba en Venezuela o en Bolivia. En el aeropuerto, la policía esperándome. Yo me escapaba en el techo de un tren.
10.
Nos cruzamos con Aurelio, tempranito, a la salida del pueblo. Llevaba una horqueta en una mano y un machete en la otra. Nos dijo que venía de matar serpientes. Las buscaba entre las rocas y las malezas y les cortaba la cabeza o les rompía los huesos.
Nos mostró el machete, que había sido del padre.
-Una vez, en Camagüey, el haitiano Matías me lo quitó. No jaló brusco ni nada. Ellos saben hacerlo. Mira que te voy a tirar el golpe, le dije, y alcé el machete. El viejo Matías ni siquiera me tocó. Puso los brazos en cruz, los descruzó y yo me quedé como ciego, no sé, y él ya tenía el machete amarrado por el mango.
En la cafetería encontramos una nube de muchachas.
-¿Qué hicieron del caracol? -preguntó una-. ¿Lo tienes tú, trigueño?
Aurelio se puso colorado.
Sergio recomendaba, secreteando:
-Esa flaca es salsosa.
Ellas discutían:
-Para los gustos se han hecho los colores.
-La forma de vestir no tiene nada que ver. Eso no influye en el ser de la persona.
-Qué va. El mejor vestido de novia es la piel.
-Una se casa de una vez para siempre.
-¿Y si el hombre te sale pajarito? Hay que vivir con él, para saber.
-Di, Narda. ¿De dónde era aquel que decía que para enamorarse...?
-Pues yo tengo una moral más alta que el Pico Turquino.
-Ay, Dios mío. Aquí vivimos una antigüedad que yo ya no resisto esto.
La flaca se llamaba Bismania. Ella había elegido su nombre, cuando dejó de gustarle el que tenía.
11.
Allí cerca había una brigada levantando paredes. Nos ofrecimos a dar una mano.
-A mí, de ésas, no me gusta ninguna -dijo Aurelio.
Trabajamos hasta el anochecer. Quedamos los tres blancos de cal y duros de cemento.
Aurelio nos confesó que había venido a Gran Tierra persiguiendo a una muchacha. Se habían conocido en La Habana, cuando ella fue a estudiar. Ahora la tenían encerrada bajo llave. Era ella quien mandaba los mensajeros que silbaban por las noches al pie de la ventana. Así se encontraba con Aurelio, por un instante, entre los árboles.
Pero aquella noche nadie silbó y Aurelio no golpeó la puerta.
No lo vimos al día siguiente.
Cuando preguntamos por él, ya estaba volando de vuelta a La Habana.
-Quería robarse a la guajira -nos dijeron-. El padre lo mandó buscar.
El padre de Aurelio llevaba en el cuello las tres barras de primer capitán. (Aurelio tenía seis años y hacía cuatro días que Fulgencio Batista se había fugado en un avión. Aurelio vio venir un hombre inmenso por la playa de Baracoa. Llevaba barba hasta el pecho y un uniforme color aceituna.
-Ves -le dijo la madre-. Ése es tu papá. Aurelio corrió por la playa. El hombre inmenso lo alzó y lo abrazó.
-No llores -le dijo-. No llores.)
NOTICIAS
Desde Uruguay.
Una muchacha de Salto muerta en la tortura. Otro preso que se suicida.
El preso estaba en la cárcel de Libertad desde hacía tres años. Un día se retobó, o miró torcido, o algún guardián se levantó de mal humor. El preso fue enviado a la celda de castigo. Allá la llaman "la isla": incomunicados, hambreados, asfixiados, en "la isla" los presos se cortan las venas o se vuelven locos. Éste pasó un mes en la celda de castigo. Entonces se ahorcó.
La noticia es de rutina, pero hay un detalle que me llama la atención. El preso se llamaba José Artigas.
Cuando terminaron los trabajos de Casa de las Américas, Sergio Chaple me propuso que viajáramos a Gran Tierra. Volamos en una cáscara de nuez sobre la selva. Aterrizamos al final del país. Las montañas de Haití brillaban, azules, en el horizonte.
-No, no -dijo Magüito-. Aquí no termina Cuba. Aquí empieza.
Son secas las tierras de la punta de Maisí, aunque están al borde del mar. Las sequías arrasan los cultivos de verduras y frijoles. En Maisí se cruzan los cuatro vientos, que se llevan las nubes y alejan la lluvia.
Magüito ríos llevó a su casa a tomar un café.
Al entrar, despertamos a una chancha que dormía en el portal. Se puso furiosa. Bebimos el café rodeados de niños, chanchos, chivos y gallinas. En las paredes, Santa Bárbara se alzaba flanqueada por dos Budas y un Corazón de Cristo. Había muchas velas encendidas. La semana anterior, Magüito había perdido una nieta.
-El tiempo llegado. Se quedó sin color; estaba hecha una flor de algodón. Nada vale de nada cuando el tiempo es llegado. Todos venimos por un tiempo. Y a veces antes de ese tiempo le ponen a uno las velas, como hicieron conmigo hace treinta y siete años, y no aguanta a mañana, dicen, y en eso se endereza uno.
Por la puerta, abierta de par en par, vimos pasar a los pescadores. Venían del mar, con pargos y aguajises colgados de las varas, ya limpios y salados, listos para secar. El polvo del camino levantaba nubes de niebla a sus espaldas.
Cuando apareció en estas comarcas el primer helicóptero, la gente huyó despavorida. Hasta el triunfo de la revolución, se trasladaba a pulso a los enfermos graves, en literas, a través de la selva, y se morían antes de llegar a Baracoa. Pero nadie se asustó cuando nuestro avioncito llegó al aeropuerto nuevo; y hacía tiempo que los barbudos habían construido el primer hospital en Los Llanos.
-El hombre de sangre no puede ver abuso -dijo Magüito-. Es mi defecto. Si tengo enemigos, son escondidos. Fui bailador de son y danzón, bebedor y parrandero, buen amigo. De aquí para arriba, toditos me conocen.
Y nos advirtió:
-Aquí no somos bronqueros. Nos curtimos pero no nos fajamos. Los de allá arriba, los de Gran Tierra, son más malos que el mosquito azul.
En el camino, los resplandores herían los ojos. El viento, que soplaba bajo y en remolino, cubría con máscaras de polvo rojizo a los hombres y a las cosas.
La gente del lugar odiaba a los murciélagos. Por las noches, los murciélagos salían de las cuevas y se abatían sobre el café. Mordían los granos, les arrancaban la miel. Los granos se secaban y se caían.
6.
Sobre los acantilados, dominando el mar, Patana Arriba. Al pie, frente a los arrecifes, Patana Abajo. Todo el mundo se llamaba Mosqueda.
-Entre hijos y nietos -dijo don Cecilio- estuve contando las otras noches y había una aproximación de trescientos. Ya no hay mujer en la casa. Estoy cumpliendo ochenta y siete. Yo antes hacía crianza de chivos, reses y puercos, allá abajo. Aquí parece que me vino la suerte al café. ¿Que si yo he pescado? ¿Pescado o pecado? ¿Que si todavía me acuerdo?
Nos hizo una guiñada: queda.
-Algo queda en la memoria y en el impulso. Y agregó, con una sonrisa que dejaba al aire las encías sin dientes:
-Por algo Mosqueda es el apellido más reinato, el que multiplica.
Teníamos sed. Don Cecilio Mosqueda saltó de la mecedora.
-Yo subo -dijo.
Uno de los nietos, o bisnietos, Braulio, lo agarró de un brazo y lo sentó.
Braulio trepó por el alto tronco con los pies amarrados. Se balanceó en las ramas, machete en mano. Una lluvia de cocos cayó al suelo.
A don Cecilio, el grabador le daba curiosidad. Le mostré cómo funcionaba.
-Ese aparato es verdaderamente científico -opinó-porque conserva viva la voz de los muertos.
Se rascó la barbilla. Apuntó al grabador con el dedo índice y dijo: "Quiero que meta esto allí". Y habló mientras se mecía con los ojos cerrados.
Braulio era el jefe de los carceleros del patriarca. Las brigadas de nietos y bisnietos se turnaban para dormir. Al menor descuido, don Cecilio se les escapaba a caballo y de un solo galope atravesaba la selva y llegaba a Baracoa al amanecer, para piropear a la muchacha que lo tenía loco, o se les iba caminando por las lomas hasta Montecristo, que era bien lejos, para cantar serenatas a la otra niña que le estaba quitando el sueño.
A don Cecilio la revolución no le parecía mal.
-La gente vivía muy aislada, tipo alzao -me explicó-. Ahora se intercambian las culturas.
Él había descubierto la radio. El papagayo de la casa había aprendido una canción de los Beatles y don Cecilio se había enterado de ciertas cosas que ocurrían en La Habana.
-A mí la playa no me gusta. Casimente no voy. Pero he oído que en La Habana hay una cosa que se llama biskini, que las mujeres quedan con todo el flequerío al aire. Y pasa una cosa ahí. Que lo de su mujer ha de verlo usté nomás. ¿Usté no es quien la asiste? Yo soy hombre de mucho orden y por la playa y los bailitos es que entra el relajo. ¿Que cómo se vestía mi mujer? Por la cabeza, chico, y se desnudaba por los pies.
También le preocupaba el divorcio. Había sabido que hay mucho divorcio y eso no es serio.
-Pero don Cecilio -interrumpió Sergio-. ¿Es o no es verdad que usted tuvo cuarenta y tantas mujeres?
-Cuarenta y nueve -reconoció don Cecilio-. Pero no me casé nunca. El que se casa, se jode.
Después quisimos tirarle de la lengua, pero don Cecilio no largó prenda sobre el tesoro. En la región todos sabían que él tenía un tesoro enterrado en una cueva.
7.
Íbamos rumbo a un pueblito que se llamaba La Máquina. El camión recogía a la gente. Todo el mundo a la asamblea.
-¡Plácido, ven, vamos! ¡No te escapes, Plácido!
-¡A mí no me avisaron!
Esperaban al camión recién bañados y planchados, las viejas con sombrillas de colores, las muchachas vestidas como de fiesta, los hombres chuecos por culpa de los zapatos nuevos. En el camión el polvo cubría en un santiamén las pieles y las ropas y había que cerrar los ojos: ellos se reconocían por las voces.
-¿Don Cecilio? Ése es un viejo de los antiguos de antes. Tiene más de cien años.
-Se va a morir sin decir dónde tiene el tesoro. Nadie va a rezarle la tremisa.
-¿Qué tú dices, Ormidia?
-Que no le va a descansar el alma, Iraida.
-Y qué va a descansar. Con tanto pecado y la tremenda carga de tierra que va a tener encima.
-¿Tengo mucha tierra, yo?
-No te veo, Urbino.
-¡Qué va! La que se necesita y nada más.
-A ti nadie te ha preguntado, Arcónida.
El camión saltaba de pozo en pozo. El ramaje nos azotaba las caras y de los árboles se desprendían caracoles de colores. A los manotazos, entre tumbo y tumbo, yo me los metía en los bolsillos.
-¡No te asustes, que el mundo no se termina!
-¡El mundo recién está empezando, Urbino!
También viajaban varios niños, dos perros y un papagayo. Cada cual se colgaba como podía. Yo iba abrazado a una pipa de agua.
Dos por tres se apagaba el motor y había que bajarse a empujar.
-Yo soy elegido -decía Urbino-. Bueno para todo menos para irme.
Faltaba mucho para llegar cuando pinchó una goma.
-No tiene arreglo. Se murió.
Y se lanzó la procesión por el camino.
Todo lo que faltaba era cuesta arriba.
Hombres y mujeres, niños y bichos subían la montaña cantando.
-Aplumé la voz, ¿han visto? ¡Qué pecho tengo!
Iban pegajosos de transpiración y polvo y embestían felices, contra el sol del verano, sol de las tres de la tarde, que castigaba sin piedad.
El día que yo me muera
¿quién se acordará de mí?
Solamente la tinaja
por el agua que bebí.
Urbino, que era rengo, marchaba prendido de mi camisa.
-Yo canto lo que sé y al mundo no le debo ni le temo -dijo-. Ese ritmo, ¿lo conoces? Es nuestro. Se llama nengón. Es un ritmo de Patana, pero de Patana Abajo. Se toca con maracas. Y con guitarra, de cuatro cuerdas de alambre, que también es invento nuestro. En el país de Patana, en aquel monte desierto, tenemos que inventar. Las crestas de las palmas ardían contra un fulgor blanco: si alzaba la mirada, me mareaba. Yo pensé: una cerveza helada sería como una transfusión de sangre.
-Diez mil cosas están pasando aquí que Fidel ni sabe -decía Urbino-. Tú diles en La Habana que me manden los habelos que me tienen prometidos. No lo olvides, ¿eh?
Él había comprado un motor eléctrico para su taller de carpintero. Había consultado antes y le habían dicho que sí, que lo comprara, así podía dar luz a los pataneros además de hacer muebles para todos. Pero el motor no había funcionado nunca y los pataneros se burlaban: esos hierros vacíos, le decían, ese motor es tremendo paquete, Urbino, te embarcaron.
-Sin el motor, seguimos a oscuras. ¿Me entiendes? Tú diles que me los manden. Los habelitos, para habelitar el motor, que viene a ser todo eso que va adentro.
La cuesta quedó atrás y vimos las primeras casitas de madera. Unos toros cimarrones atravesaron el camino y huyeron al galope. De los platanales colgaban los capullos violetas, hinchados, a punto de reventar. Me paré a esperar a una vieja que venía arrastrando su largo vestido verde.
-Yo, de joven, volaba -me dijo-. Ahora no.
Toda Gran Tierra estaba en la asamblea. Nadie se quejaba y las bromas y las canciones continuaron hasta que tomó la palabra un campesino rubio, de altos pómulos y rasgos duros, que habló de la organización y las tareas. Era el técnico en mecanización agrícola más importante de la región.
Después él nos invitó, a Sergio y a mí, a comer plátano frito.
Había aprendido a leer y a escribir a los veinticinco años.
8.
Juntamos una buena cantidad de caracoles de colores. Los vaciamos con una aguja, uno por uno, y los dejamos secar al sol. Yo estaba deslumbrado por esas minúsculas maravillas, las polimitas, de colores y diseños siempre diversos. Vivían en los troncos de los árboles y bajo las hojas anchas de los plátanos. Cada babosa pintaba su casa mejor que Picasso o Miró.
En las Patanas me habían regalado un caracol difícil de encontrar. Se llamaba Ermitaño. Vaciarlo me costó bastante trabajo. La babosa estaba muy escondida al fondo del largo tirabuzón de nácar; muerta y todo se negaba a salir. El Ermitaño largaba un olor asqueroso, pero era de rara belleza. Su caparazón, con estrías de color cobre y forma de puñal malayo, no parecía creado para girar gordamente como un trompo, sino para desplegarse y volar.
9.
Aurelio nos contó que le habían advertido: "No vayas a Patana, que allí queman a la gente y la entierran escondida. Además, caminan aprisa como el canijo, los pataneros".
Estábamos en La Asunción. Durante el día, Aurelio nos acompañaba a todas partes. Por las noches, no dormía. Se quedaba con nosotros hasta que alguien, allá abajo, silbaba tres veces. Aurelio saltaba por la ventana y se perdía en el follaje. Al rato regresaba. Se quedaba en su cama, fumando, hasta el amanecer.
-Tú estás salado, Aurelio -le decía Sergio.
Nos golpeaba la puerta a cualquier hora de la noche.
Tenía miedo a las pesadillas. Se concentraba pensando en un punto dentro del círculo y cuando conseguía dormir llegaba un clavo gigante que se le hundía en el pecho, o un enorme imán del que no podía desprenderse, o un pistón de hierro que lo apretaba contra la pared y le rompía una vértebra. Aurelio era del ejército, séptimo curso del arma de artillería.
-Me quieren dar la baja. Yo les pedí que esperen. Estoy allí a cojones, porque me gusta.
Había intentado irse a pelear a Venezuela. Ya estaban saliendo, él y otros becarios, cuando los pescaron. Les habló Fidel. Les dijo que eran muy jóvenes, que mejor estudiaban.
-Cuando venía para Gran Tierra, en la avioneta, pensaba que tenía una misión. Yo era correo y estaba en Venezuela o en Bolivia. En el aeropuerto, la policía esperándome. Yo me escapaba en el techo de un tren.
10.
Nos cruzamos con Aurelio, tempranito, a la salida del pueblo. Llevaba una horqueta en una mano y un machete en la otra. Nos dijo que venía de matar serpientes. Las buscaba entre las rocas y las malezas y les cortaba la cabeza o les rompía los huesos.
Nos mostró el machete, que había sido del padre.
-Una vez, en Camagüey, el haitiano Matías me lo quitó. No jaló brusco ni nada. Ellos saben hacerlo. Mira que te voy a tirar el golpe, le dije, y alcé el machete. El viejo Matías ni siquiera me tocó. Puso los brazos en cruz, los descruzó y yo me quedé como ciego, no sé, y él ya tenía el machete amarrado por el mango.
En la cafetería encontramos una nube de muchachas.
-¿Qué hicieron del caracol? -preguntó una-. ¿Lo tienes tú, trigueño?
Aurelio se puso colorado.
Sergio recomendaba, secreteando:
-Esa flaca es salsosa.
Ellas discutían:
-Para los gustos se han hecho los colores.
-La forma de vestir no tiene nada que ver. Eso no influye en el ser de la persona.
-Qué va. El mejor vestido de novia es la piel.
-Una se casa de una vez para siempre.
-¿Y si el hombre te sale pajarito? Hay que vivir con él, para saber.
-Di, Narda. ¿De dónde era aquel que decía que para enamorarse...?
-Pues yo tengo una moral más alta que el Pico Turquino.
-Ay, Dios mío. Aquí vivimos una antigüedad que yo ya no resisto esto.
La flaca se llamaba Bismania. Ella había elegido su nombre, cuando dejó de gustarle el que tenía.
11.
Allí cerca había una brigada levantando paredes. Nos ofrecimos a dar una mano.
-A mí, de ésas, no me gusta ninguna -dijo Aurelio.
Trabajamos hasta el anochecer. Quedamos los tres blancos de cal y duros de cemento.
Aurelio nos confesó que había venido a Gran Tierra persiguiendo a una muchacha. Se habían conocido en La Habana, cuando ella fue a estudiar. Ahora la tenían encerrada bajo llave. Era ella quien mandaba los mensajeros que silbaban por las noches al pie de la ventana. Así se encontraba con Aurelio, por un instante, entre los árboles.
Pero aquella noche nadie silbó y Aurelio no golpeó la puerta.
No lo vimos al día siguiente.
Cuando preguntamos por él, ya estaba volando de vuelta a La Habana.
-Quería robarse a la guajira -nos dijeron-. El padre lo mandó buscar.
El padre de Aurelio llevaba en el cuello las tres barras de primer capitán. (Aurelio tenía seis años y hacía cuatro días que Fulgencio Batista se había fugado en un avión. Aurelio vio venir un hombre inmenso por la playa de Baracoa. Llevaba barba hasta el pecho y un uniforme color aceituna.
-Ves -le dijo la madre-. Ése es tu papá. Aurelio corrió por la playa. El hombre inmenso lo alzó y lo abrazó.
-No llores -le dijo-. No llores.)
NOTICIAS
Desde Uruguay.
Una muchacha de Salto muerta en la tortura. Otro preso que se suicida.
El preso estaba en la cárcel de Libertad desde hacía tres años. Un día se retobó, o miró torcido, o algún guardián se levantó de mal humor. El preso fue enviado a la celda de castigo. Allá la llaman "la isla": incomunicados, hambreados, asfixiados, en "la isla" los presos se cortan las venas o se vuelven locos. Éste pasó un mes en la celda de castigo. Entonces se ahorcó.
La noticia es de rutina, pero hay un detalle que me llama la atención. El preso se llamaba José Artigas.
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